Tercer libro de odas


(1)

Si me afeas que compre jarrones y muebles de segunda mano, qué me dirás cuando sepas que adquiero retratos antiguos, y no solo por el marco o la maestría del fotógrafo. Me cuesta horrores impregnar a los nuevos con el aura que me gusta apreciar en los objetos. Enseguida olvido en qué ciudad los he comprado, quién me hacía sonreír cuando llegaron a mi vida y eso los convierte en extraños. Los antiguos, incluso rostros de personas de otra época, exhalan recuerdos por todas partes, que me confortan sin que importe que no los conozca ni sepa a quién pertenecieron.

(2)

Después de pensarlo durante un tiempo he recapacitado y creo que no es un delirio, como lo consideraba, que uno mantenga animadas conversaciones con su sombra. Hablar con árboles, abrazarlos, sentir su energía parece actitud más sensata, pero sobrelleva una incomodidad esencial. Hay que desplazarse siempre a un lugar. Hablar con pájaros ofrece el inconveniente opuesto, echan a volar y se llevan lo que uno les ha contado a nunca se sabe dónde. Charlar con la propia sombra resulta algo arduo en verano, pero muy agradable en días invernales, y tiene una ventaja indiscutible, ninguna controversia acaba luego en separación.

(3)

He salido al escenario en una única ocasión que quiero recordar ahora. El teatro, lleno de butacas recubiertas de polvo. Unos amigos que me acompañaban se sentaron en las primeras filas, sin pensar en sus abrigos, para luego aplaudirme. Por los cristales rotos del edificio abandonado entraba la luz hasta las tablas, elegí un rayo de sol para situar los ojos como si me deslumbrara un foco. Y así, entre jirones de telón y maderas levantadas, representé ante el vacío un monólogo que había aprendido de niño en la escuela. Todo era tan real que solo pude considerarlo un debut.

(4)

De niño correteaba por la explanada, al otro lado de la estación, donde han construido los bloques. De aquel entonces sé lo que cuenta madre. Ninguna actividad me retenía cuando llegaba un tren. Corría, aunque jugara a pelota, y me enganchaba a los barrotes de la valla para verlo desde cerca. Poco tiempo después clausuraron la línea, que la maleza cubre casi al completo. Del pueblo se sale en autobús. Con frecuencia voy a la capital solo para subirme en un tren cualquiera y en la parada siguiente saltar al andén, como si llegara por primera vez a mi vida.

(5)

Cuando llega a la aldea, el otoño trae bien doblado dentro de un hatillo cuanto el vivalavirgen del verano abandona de cualquier manera el momento en el que dando un portazo se va con sus fiestas a otra parte. Un hilo de humo sobre los rastrojos. Una pirámide de balas de paja. Trenzas que cuelgan en las ventanas con frutos que se adensan. Rumor de reses en el establo. Ladridos de perro a lo lejos. Goteo de un grifo que no cierra. Se sienta junto a su cabaña y con paciencia troncha una a una la extensión de los días.

(6)

Al alcanzar la cima deslumbra contemplar el paisaje vuelto del revés, reflejado con fidelidad en el lago. Sé que también la luna se asoma a su espejo cada noche que consigue saltar la cerca de las nubes. Lo visita para sentirse segura de su belleza. Los arroyos jalean con alegría la escena. El viento añade oscilación de baile. Cuando me siento en una piedra, con la cantimplora en la mano, me admira que todo se revele ante mí como presencia. Y me apena que, por ser caminante, tenga que levantarme y continuar la senda que se adentra en el bosque.

(7)

Le desmelena el viento. Un mechón blanco se divierte dando saltas sobre la frente. No lo retira porque necesita las dos manos para sujetar la recia caña, que se dobla como un junco. La madera cruje con sus movimientos. Alguno de sus huesos hace coros. Si eso le asustara no hubiera salido de madrugada a pescar. El día en el que no se le enreda un remo entre los carrizos, las algas complican el avance de la barca por el río. El aire le hincha la camisa y el esfuerzo las venas. El pez conoce su edad y la reta.