Los mensajes callados


uno


Que lee, me dice, uñas. Tanto las que ha lavado el agua como aquellas que están de moda, decoradas con esmalte. No le creo. En absoluto. ¿Qué sentido tiene que la existencia escriba en un lugar que continuamente crece y cada poco se va cortando? Insiste para que abandone mi mano sobre las suyas. Como veo que por detrás se ríe de su propia ocurrencia, mientras trata de mantenerse serio, accedo. Susurra algo sobre unas «hermosas uñas» mientras aprovecho para leer las suyas, comidas a dentelladas por un carácter, da la impresión, exaltado. Compruebo mi error. Nada permanece en silencio.

dos


No creo que lo peor que pueda ocurrir sea un día primaveral de niebla. Densa, temible, heladora. Recuerdo a padre maldiciendo al cielo glacial. Reniegos que me hacen dudar entre sentidos, ¿lo que hay detrás del aire impenetrable comprende los insultos? Teme por los brotes tiernos en los frutales, pero a mí solo me interesan las experiencias de vacío que aletargan la mirada. Empezó cuando era niño. Cansado de árboles y peñascos, en la escuela de repente veía cómo la niebla dibujaba cientos, miles de ventanas iluminadas en una noche de rascacielos neoyorkinos. Como en el cartel de una película.

tres


La gallina que ha saltado la empalizada se mueve, inquieta, hacia un lado y hacia otro. Trata de regresar al corral, pero no sabe cómo. Recorre con dudas el perímetro. Asciende luego por el talud lateral, rodea los árboles como buscando un consejo de su quietud. Cacarea de modo lastimoso, perdiendo la voz. Mira desconcertada el mundo al que sin darse cuenta y sin quererlo ha llegado. Escucha, a lo lejos, el esbozo de canto con el que el gallo transmite su presencia, y eso parece ponerla más nerviosa. Nunca se ha sentido tan sola y, de repente, tan incomprensible.

cuatro


Si tuviera que dibujarlo, como cuando se es niño y lo pensado se expresa con monigotes y rayas, retrataría un viejo escriba, sentado a una mesa de madera recia, frente a un cartapacio antiguo y con los dedos impregnados de tinta. Así mostraría la idea de tiempo. Su pasar es tan legible como la caligrafía. Nada transcurre sin un signo. Traza rugosidades y estrías sobre la piel de los cuerpos. Sombras en los objetos. Incluso hendiduras en las piedras. Nada escapa a su escritura física, constante, delatora. Enfrente se le opone un término imposible de leer. Impenetrable. Hueco. Lo eterno.

cinco


El sol dorado de la tarde, cuando consigue colarse entre los árboles de la plaza, vivifica las paredes de los edificios antiguos y les proporciona un efímero atractivo en el que, por otra parte, nadie repara. A mí me gusta alzar la mirada a esa hora por ver cómo los tristes desconchados y las griegas fugazmente bailan en una fiesta de etiqueta. Disfruto también si el sol besa los cristales de las ventanas y provoca destellos en el aire. A veces tropiezo con una persiana echada e imagino dentro los ojos del huésped recluido que se ha quedado sin paisaje.

seis


Era un campo en el páramo al que los vecinos llamaban desierto. Padre no quiso venderlo y cuando faltó nadie se avino a comprarlo. Ahí está. Nunca dio nada. Si chuto una piedra cualquiera con el pie, donde caiga se queda esperando a que regrese para encontrarla en el mismo lugar. Sea unos días, o unos años. A eso los habitantes de la zona se refieren como una ruina. Un suelo apelmazado que deja escapar el agua y lo manda hacia los regatos secos. Con el tiempo he encontrado sentido a su terquedad. El único espacio alrededor que cultiva silencio.

siete


Tras esta puerta cerrada hace décadas, un amasijo de residuos secos por zócalo y ciudad de telarañas sus cristales, sigue vendiendo colonias y peines una mujer menuda que adoraba lucir vestidos de colores chillones. El calificativo es de mi madre, porque solo recuerdo haberlos visto de lejos. Mi altura entonces no servía para remontar la del mostrador. Encarado a esa nada con paciencia aguardaba a que una mano rescatara la mía y me devolviera a la calle. Dentro, la viudita, como la llamaban, y mi madre no paraban de reírse y llamarse guapas. Y a mí, nadie me hacía caso.