Miradas T3


33


Para vestir santos. Es lo que decían los murmullos pronunciados para que no los oyera, aunque costara poco saber lo que insinuaban. Ni he vestido santos, ni he remendado calcetines de nadie. Habré escuchado runrunes al pasar, pero los prefiero a broncas y reprimendas. Es cierto que no ha existido un hombre y su apellido en mi vida. Y menos mal. Prefiero la diversidad de situaciones. Qué mal se entiende. Qué palabras más feas convoca. Se imponen desde el silencio con el que se pronuncian. Con el paso de las décadas, las desilusiones y los divorcios, han acabado llamándome señora.

34


Que los caminos que emprenda o concluya conozcan estas columnas no es un don. Don lo reciben los peregrinos si, con el manto hecho jirones, alcanzan a postrarse ante la piedra que les arrancó de su lugar. Don posee quien, ante la simple amapola mecida por el viento y descubierta en una azarosa mirada, adivina con optimismo signos del futuro. Mi pensamiento carece de las dádivas que enternecen el arduo empeño de quien camina. Me ampara la solidez marmórea de una casa y el tacto áspero de los muchos pergaminos que he leído. Y no consigo de ningún modo olvidar.

35


Mientras no desenrolle la carta que me deja camuflada entre las macetas del patio, no la he recibido. Luego, una vez leída, será imposible que el tiempo labre un cauce diferente a lo escrito. Antes es un simple papel, que puede pasar por una página arrancada a un folletín para envolver un arenque en el mercado. Y mientras no sea nada, podrá ser lo que desee mi pensamiento. Declarará que ha de venir y no que ha de partir; susurrará que busca mis labios en su almohada tras el toque de retreta, y no que empieza a olvidarse de mí.

36


Si no lo he dicho antes solo ha sido por miedo. Tampoco me preguntéis a qué. Ni a quién. Pánico, en general. El que se siente nada más abrir los ojos, de madrugada, y regrasa aún más punzante a la hora de acostarse. El que acecha en cualquier momento inesperado y de repente congela las palabras que debería haber pronunciado. Lo que no supe expresar. Callé. Negué. No sé si mentí. Después pensé que no declararlo era lo mismo que no haber ocurrido. Y perserveré en el silencio. Sé que no es lo que esperabais de mí. Ahora lo sé.

37


Con qué descaro las palabras se comportan con los hechos. Incapaces de relacionarse de tú a tú, por la espalda los inflan o desinflan a su antojo. Y que el único propósito sea enmarañarlos para que no haya ocurrido lo que pasó, unas veces; o para que se dé por sentado lo que nunca tuvo lugar, otras. No sé para qué poseemos vista en los ojos si solo los orienta el habla. De qué me sirve mirar para no ver nada. Si al menos fuera sorda, podría disfrutar con lo incomprensible de cuanto acaece, pero que al menos ha sucedido.

38


Cómo no supe advertirlo a tiempo. Luego, cuando todo se desató de manera tan desafortunada, qué fácil parecía haberlo previsto. Detener el curso de los hechos antes de que la furia los hubiera dominado por completo y el despeñarse por el acantilado de la vergüenza pública ya fuese, como cualquier accidente, irreversible. En mis manos tuve la opción y la oportunidad. La lectura de los signos lo hacía cada día más evidente, sin embargo, perseveré en el error y en la maldad, y ahora no dispongo de tela para otra túnica ni sé qué aducir en mi defensa.

39


Desde que empecé a bailar no consigo detenerme. Sin frenos, cuesta abajo, dice padre, que todo lo contempla con las manos al volante. Que me aquiete, repite madre, como si estuviera en mis manos hacerle caso. Era una niña sosegada, lo recuerdo. Tal vez un poco pizpireta. Contemplativa. No porque lo fuera, sino porque aun no sabía quién era. Solo aguardaba. Como quien se detiene ante un semáforo en rojo, que diría padre. Así era antes de que me empujaran a salir a la pista en fiestas. Nunca había bailado y fue como si allí mismo me transformara en baile.