1
El ser es su visibilidad, dicen. No importa, sin embargo, la
condición de quien mira. Mirar para otorgar ser es catapultado a una dimensión
exclusivamente estadística. Cuanto más visible sea el ser, más carismático;
literalmente: más grato a la comunidad. Lo que se pretende. Más visible, más
agradable. Dicen. Me preocupan ahora varias cosas al respecto: la opción de ser
de lo invisible, la opción de exigencia a quien mire, la opción del desagrado
en sí misma, la opción de carecer de comunidad. También que, desaparecido el
mediador, el carisma sea un filtro aún mayor. ¿Por qué preocuparte?, me
preguntan.
2
La comunicación se multiplica. Exponencialmente. La
comunicación es el existir, dicen. La existencia se verifica comunicándola. De
hecho, como siempre. Las variantes son las mismas: la velocidad y el medio. No
varían las variantes, sino sus dimensiones. La velocidad se multiplica —es un
decir—, los canales también. Luego, la existencia se multiplica. Regla obvia
para aumentar la velocidad: disminuir el peso. Para los nuevos soportes:
disminuir el volumen. Algo que ya inventó el cartucho de dinamita: la misma
roca llega más lejos, más pequeñita. La comunicación detona la existencia para
que pueda ser comunicada. Eso lo dirás tú, dicen.
3
Tiene algo de función para niños, pero al revés. El mago se
quita el sombrero de copa, lo enseña —nada por aquí, nada por allá— y de
repente aparece un pañuelo. Y dentro del pañuelo, una paloma. El ordenador está
encima de la mesa del café, junto a los vasos vacíos, el platillo con el
cambio; en el respaldo de la silla, la chaqueta. Y de repente, los vasos, el
platillo, y nada más. Y nadie alrededor, ni siquiera el mago aguardando el
aplauso de los niños. Así de frágil es
la memoria que construimos del presente. Está, no está.
4
En el arte también está latente el encanto de su
descubrimiento. Coetáneo e histórico. La obra aguarda la llegada de quien la
aprecie, a veces mucho tiempo. Esta espera a ser comprendida la implica. Aun en
el desván y arrinconada contra la pared, se percibe el anhelo de una mano que
le dé la vuelta. Así se creía que funcionaban las cosas que el presente
desbarata con su impaciencia. La obra ya no aguarda; se planta delante,
persigue, se descubre. Se excluye su silencio. Se acumula todo para después del
ruido. Obligada, quizá, porque a nadie le interese descubrir nada.
5
El siglo XX ha dejado sobre la mesa de su sucesor dos
cadáveres. Es decir, dos herederos. Del de la política se habla en todas
partes, pero hay otro muerto al lado que no huele tanto, el pensamiento. Tal
vez porque su dulzón beneficiario o gusta o no se entiende que disguste: los
chistes. El chiste es el sucesor de la idea en la expectativa de pensamiento.
Lo ingenioso, la farsa, la parodia, el disparate marcan el umbral de lo que se
quiere leer. De lo que se quiere escribir, por lo tanto. Una nada divertida, es
cuanto se ofrece.
6
Quizá haya llegado el momento de anotar errores. No fallos,
tantos, sino equivocaciones en la comprensión del presente. Los errores son los
que definen, también. Anoto uno de bulto. Hace varios años alguien me descubrió
los blogs. Me pareció lo que me sigue
pareciendo, pura fantasía. Solo un aspecto me molestaba. Mucho. Que la
herramienta «Comentarios» se convirtiera, a espaldas del propio blog, en tertulia dicharachera, en
cristal de espejo, qué se yo, en guirigay. No me gustó nada y solo respiré
cuando vi que se podía desconectar. Lo desconecté. Jamás hubiera inventado Facebook. Pensé, anticuado, fuera de mi
tiempo.
7
Cuando se agrupan, los humanos tienden a formar triángulos.
Unos ocupan el vértice superior; la mayoría la base. En algún lugar profundo
estará inscrita esta figura. Cuando se trata de poder, dinero y tantas otras
cosas, parece muy claro desde dónde se rige el triángulo. En cuestiones de arte
e inteligencia —tal vez incluso en política— no resulta ya tan evidente que el
prestigio se ubique en el vértice. Se tiende a pensar que es así. Así se narra
el pasado. Pero desasosiega ver que tantas veces el punto rector, la impuesta
excelencia, se sitúa a mitad de la hipotenusa.
8
La racionalidad cartesiana agoniza. Se diría que la
irracionalidad, el gran argumento del siglo XX, ha acertado en alguna de sus
estocadas al aire. Es difícil creerlo, pero bonito. Mientras tanto, la
racionalidad lanza bocanadas de sangre sobre un periódico abierto en el suelo
por las páginas de política. Se diría que expira. ¿Y en su lugar, la
irracionalidad? En absoluto. La irracionalidad desapareció hace tiempo.
¿Entonces? Aquella larva que entró en el sistema operativo de lo racional. Se
llamaba interés. Se apellidaba propio. Es lo que queda. Utiliza apariencia de
argumento, objetividades —espejismos—, ilusorias razones —mentiras—. Solo
interés.
9
Miro la hora en la pantalla del móvil multiusos de alguien
que viaja en el metro. Al pie de los números —las 11:46— veo unas nubes
dibujadas. Es verdad, hoy está el cielo nublado. El otoño ha empezado con
grises. En el metro no se ve, claro; pero la información meteorológica sobre el
lugar y el momento en el que se vive parece redundante. ¿Es redundante esa
redundancia? Si lo fuera, ¿por qué su insistencia? Cuando se recibe la
información por pantalla de lo que se puede ver por la ventana es posible que
lo redundante resulte la experiencia real.
10
Que la información se convierta cada día en una red más
compleja —gracias a la calidad y valor de análisis, reflexiones y datos— tiene
una curiosa contrapartida: el mínimo común informativo cada día es más simple e
inane. Se pueden leer artículos magníficos en la prensa, pero la gente coincide
solo en la última ocurrencia graciosa. Nadie se preocupa en exceso porque eso
ocurra con la información. Ni siquiera yo. Pero más serio es extrapolarlo a la
política. Las exigencias de la mayor complejidad del mundo y sus situaciones,
¿no nos dejan en manos de las ideas vacías y engañosas?
11
Leo que la última palabra escrita por Freud fue Kriegspanik, quizá para nombrar el ambiente de guerra que
percibía en las calles, donde sus libros eran amontonados en piras
premonitorias. Era en 1939. Sesenta años antes Eça de Queirós lo contó así: el
diablo se presenta ante un oficinista y le promete enriquecerle si toca una
campanilla que matará a un mandarín en China. La toca. Kriegspanik: no hay
diablo, ni promesa de riquezas, ni mandarines en China (si acaso, algún
vecino), pero sí la campanilla en el velo del paladar a la que la lengua
exaltada se aproxima. Toca.
12
En la pantalla aparecen dos tipos que discuten. Andan
empatados en todo, en gritos, en amenazas, en sinrazón. De repente, uno de los
dos saca una arma. Ese gesto tiene un efecto inmediato, el silencio. Se callan,
se detienen, no parpadean. Los dos saben quién tiene la razón en la disputa. El
que pierde el debate reacciona, da una patada, y el arma cae al suelo. Los dos
la miran. No se miran, como antes, cuando se peleaban. La miran a ella. Quien
la alcance tendrá la razón. Cuando alguien se acostumbra a este irrebatible
argumento, ¿cómo prescindirá de él?
13
Los dibujos que Grosz ideó como denuncia de su época, el
movimiento de la historia —por decirlo con palabras grandilocuentes— parecía
haberlos convertido en arqueología. O cuando menos en piezas de una didáctica
que a veces sonrojaba por su simplicidad. Su trazo los convierte en
entrañables, como un viejo candil. Poco más. Con esta idea me he plantado
frente a la brutalidad de un dibujo y de repente han desaparecido su don
arqueológico y su discurso histórico. De pronto la historia, su movimiento, ha
convertido a Grosz en un visionario. Quien retrata el futuro al que quieren
conducirnos. Que añoran.
14
La información, como género coloquial, se muestra de un modo
curioso ante esa dinámica de fragmentación que afecta a cualquier realidad de
nuestra época. Por una parte, centrifuga. Excluye cualquier otra forma de
diálogo (desde el humor hasta el análisis). Sin un ¿Sabes la última? o un Déjame
que te cuente lo que pasó cada vez es más difícil hablar. Hablar es ya casi
solo transmitir informaciones. Por otra parte, como la realidad obviamente no
produce tanta información como necesitan los usuarios, la información inicia un
proceso de segregación de lo real que tiene como primer efecto la deseada
multiplicación.
Así, desligada de su origen, la información puede crecer
vinculada a sí misma, replicándose constantemente, disgregándose o hinchándose
según la necesidad y carácter de los interlocutores. Convertida en el único
género coloquial, dos personas vinculadas por una experiencia real (trabajo,
partido, club…) difícilmente podrán nutrir una conversación si entre ellas no
fluyen informaciones. Informaciones cuya finalidad ya no depende de lo real,
sino del propio informar, de su mera existencia como fuente de privilegio en la
conversación. A nadie le preocupa enfocar el asunto del mejor modo, sino solo
conocer más entresijos, existan o no existan. Sean verdad o no.
15
—¿Has visto qué ha hecho?
—¿Quién?
—Un insulto. Un desprecio hacia todo y hacia todos.
Inadmisible.
—Quieres decir que…
—Claro, ¿no lo has visto? Ante todo el mundo.
—Cuando…
—Sí, cuando yo estaba hablando. Un insulto hacia los
presentes.
—¿Por qué insulto?
—¿No te parece una desconsideración inadmisible que
estuviera leyendo el periódico cuando yo hablaba?
—¿Quién, él?
—Claro. ¿Quién va a ser? Pareces tonta. ¡Él!
—Pero no era el único. También lo leía Mario. Y Julio
Villacañas.
—Imposible. ¡Solo lo estaba leyendo él!
—Pues yo los he visto a los tres.
—Los otros lo ojearían. Él nos insultaba leyéndolo.
16
Echar un vistazo a lo que ocurre inquieta. Los signos
apuntan, con tozudez, hacia un mismo significado. Algunos oficios esenciales
para la vida social están siendo humillados por el poder político. Son,
curiosamente, aquellos a los que la sociedad reconoce una concepción autónoma
de su labor: los jueces y su independencia judicial, los profesores y su
libertad de cátedra, las profesiones con códigos deontológicos nada
coyunturales (médicos, periodistas…). Hay un oficio que, mientras estos
naufragan, está adquiriendo un protagonismo insólito y desmesurado en la
sociedad: los fiscales. La única profesión civil que reconoce en su
organización el orden jerárquico. Curioso.
17
Al líder de un partido político la sociedad le pide que
acalle las voces o gestos discordantes, que domine férreamente el pensamiento
expresado por los suyos, que su voz sea la única que se escuche, que no se
mueva nadie en sus filas. Cualquier opinión fuera del discurso oficial del
partido se convierte en una acusación de debilidad en el liderazgo. Una simple
controversia derrumba las expectativas electorales del partido. La sociedad,
que se rige por un sistema democrático, exige a los aspirantes a gobernarla una
incuestionable formación como dictadores en su partido. De hecho, suelen serlo.
¿No resulta contradictorio?
[2012-2014]