Proustiana


1
La disgregación de los recuerdos y la dispersión de sus escombros en la memoria no siempre propicia su reconstrucción. Quien contempla la vieja casa de sus años sin tejado, las vigas sobre los aplastados muebles y las hojas que trajo el viento podridas entre lo que fuera descubrimiento y satisfacción, a veces se va sin siquiera hurgar en los rincones. Y entonces, no es que abandone la vieja casa, sino también el presente. Con qué voluntad vivirlo, se pregunta, con qué entusiasmo y dedicación, si el tiempo lo convertirá, y todo cuanto le rodea, en un irreconocible montón de inmundicias.

2
No solo desaparecen los recuerdos, como si después de haberse hecho añicos se tiraran al cubo de la basura, sino también los sueños. No las ilusiones ni los deseos, que a veces están hechos de una estopa más resistente, sino las narraciones que a lo largo de los años se desarrollan de forma recurrente mientras uno duerme. Se van los sueños en los que buscamos dentro de un laberinto un lugar donde orinar. O los que nos devuelven al cuartel. Y aquellos en los que corremos con desespero por los pasillos de una estación a punto de perder un tren.

3
Se sienta en un banco, a la sombra de un tilo, mientras por delante cruza el gentío que los días de fiesta invade el paseo. Le apetece cerrar los ojos y los cierra. No le importa, en este momento, que lo que vive no se convierta en ninguna vivencia. El ruido del tránsito, que ya no escucha, voces gritonas de niños y el espesor oscuro de sus párpados. Todo baladí, perdido aún antes de ocurrir. ¿Conseguirá así engañar al tiempo? Si deja de entregarle instantes, quizá este cese de acabar con ellos. No recordarlos será natural entonces, no una amputación.

4
Claire, el personaje central de la última novela de Pascal Quignard, cumple cincuenta años en 2010. Es un día que hubiera preferido no ver amanecer. O que tal vez ya haya vivido, en la infancia. Un personaje es una metáfora, y si cumple años a nuestro lado, al brillar refleja alguna cara del prisma. Lo es, Claire, de la fuga hacia uno mismo. Parecen proustianas sus raíces. No lo son. Un abismo —un acantilado— los separa. Claire no encuentra nada en la dirección hacia donde huye. O acaso solo una nimiedad: el lugar. La landa. Un horizonte cruzado por cormoranes.

Su hermano Paul, tampoco encuentra acomodo en la ciudad. Pero él es más joven. Puede sumergirse en la tecnología. Claire ni siquiera tiene subterfugios. Se ha fugado hacia la tiniebla de sí misma, donde no hay nada que reconstruir, nada que salvar. Nació tarde para las ideas igual que nació pronto para el consuelo de la electrónica. Ha vivido en tierra de nadie. La landa, el horizonte atravesado por los graznidos de las gaviotas desde donde solo se avista la niebla. En esa tierra de nadie vive. Una metáfora, el destello de un cristal del prisma. Su fuga. Su nada.

5
Los diarios de Ramon Dachs, este es el tercer volumen, buscan entreverar lo cotidiano y lo artístico. No se limitan a la mera anotación de lo sucedido. Su desafiante actitud propone, por una parte, la objetivación de la experiencia y, por otra, la sublimación de su capacidad visionaria (sobre todo para captar y capturar los cruces de significados latentes y ocultos que entrelazan realidades). Parece contradictorio, pero de lo que no lo es ya emerge muy poco. Solo enfrentando opuestos se descubren caminos por desbrozar. Dachs extrae la subjetividad a las vivencias y carga de sentido visionario los datos objetivos.

6
Esos pequeños recipientes de palabras, los días, cuencos que quedan a la intemperie y la lluvia les deja una calderilla húmeda en el fondo sobre la que cae una hoja dispuesta a navegar por ella. E inmediatamente otra hoja, encima, se abraza a la primera. Los días. Cazos con el culo abollado e impregnado en tizne. Quedaron inservibles para la cocina y ahora con un poco de tierra acumulada en su interior acogen un ramillete de flores amarillas. Lo único que tenemos para ir guardando las palabras. La lluvia, la arena que trae el viento, las semillas. También algún deseo.

7
Montaña de roca caliza, el presente comparte la erosión de las aguas de la memoria, que abren galerías en su interior y esculpen olas de zozobra en su superficie. Del presente, condicionado por tanto pasado, solo emerge la materia sólida que permanece en pie tras el efecto disgregador de lluvias y vientos. Un recuerdo que traza grietas y hendiduras donde antes hubo piedra. Un presente que mire más la fisura que la roca, contemplada esta como futura ausente, acerca la muerte; pero un presente que olvide el desgaste, no la aleja. Montaña de roca caliza, brillas, tan blanca, al amanecer.

8
En cuanto cierra el libro el lector busca en Google alguna foto de Ginka Trifonova, sin éxito. En la opción Maps-Street view clica rue de la Clôture y aparecen los pilares del periférico, las vías ferroviarias, los descampados, las calles y avenidas de paso con aceras flanqueadas por tapias y verjas, sin apenas transeúntes. Y por todas partes la basura desperdigada como lunares por un vestido de fiesta. Pasea el lector por las fotografías de lugares ajenos, sin memoria, anodinos, olvidadizos, triviales… a los que, de repente, La cerca les ha dado sentido. Nombres propios, historias, paisaje reconocible, familiaridad. Memoria.

9
Precioso libro sobre el tiempo detenido. No circula hacia delante, no hay lugar al que llegar —horarios, citas, obligaciones—, sino hacia adentro, del tiempo, del espacio, del sujeto. Fuera de la ciudad todo cobra una densidad que asombra. A esa densidad Eduardo Moga le pone palabras. Precisas. Cuanto dice es exacto. No en la realidad, sino en el lenguaje. Parece paradójico: riqueza extrema del lenguaje y exactitud. Lo que solo se pude entender de una manera: la riqueza extrema en la comprensión de la realidad. Objeto y fin de la poesía, lo sé, pero al alcance de tan pocos.

10
En un solo pergamino caligrafían los días su paso. Fruición o desgarro, la pluma los inscribe, jornada a jornada, sobre las mismas líneas escritas. Tantas veces un carácter repasa la idéntica letra que encuentra debajo como otras tantas el signo nuevo contradice aquel sobre el que extiende su trazo. A aquello se suele llamar memoria; a esto, olvido. En los márgenes de la blanda tablilla también el estilete descuidado deja una rara muesca al quedar apoyado mientras no registra vivencias —acaso solo sueños— que en el ilegible recuento de una vida será esa hendidura, al cabo, el único signo comprensible.

11
En su ático la memoria celebra hoy una fiestecita. Acuden los recuerdos en su versión más elegante. El maquillaje desdibuja arrugas y la seda le da encanto a aquello que no lo tuvo nunca. Les veo llegar a mi pesar, aunque cierre los ojos. Y cuando la música sube de tono insisto a la policía del sueño para que intervenga de inmediato. Inútil. Entre ellos bailan, se rozan, gritan y beben el licor de la realidad que les embota y les hace sudar. Camisas fuera de los pantalones, blusas desabrochadas, rímel corrido. Cada vez más parecidos a lo que fueron.


[Octubre, 2012]