1
Ha dejado el coche en una roza al pie de la carretera que
asciende a la cima. La silla plegable, el caballete, el lienzo, el maletín, la
bolsa de la comida; le faltan brazos para acarrearlo todo. Se ayuda con la
mirada no contemplando el sendero, la retama, la adusta umbría. Cuando el
camino se abre hacia el valle amontona los utensilios y rastrea las
proximidades. Se diría que busca encuadrar las vistas con las nubes, pero sólo
observa con atención el suelo. Cuando halla un terreno llano, a favor de la brisa,
se sienta satisfecho y abre los ojos.
2
Desperdiciar la mañana pintando el árbol que está ahí
delante le parece, como a cualquiera que lo viera, un despropósito. Una pérdida
de tiempo, sin duda; es decir, la pérdida de uno mismo, pues todo el mundo sabe
que somos tiempo. Unta el pincel en el verde botella de vino y traza una sombra
sobre el lienzo. ¿Y cuando no quede más tiempo para perderlo así? Se imagina
que quedará el árbol y también el árbol pintado. Por este, en los Encantes, un
vendedor desdentado pedirá cuarenta euros, y quien ha solicitado precio se
dirá: no los vale el marco.
3
¿Y si en vez de tiempo fuéramos lugar? Se siente del árbol
que pinta. ¿Lo estás imitando?
—preguntan los pajarillos que pían en el bosque—. Los griegos —les responde—
tuvieron una alta estima por la imitación, pero hoy sólo se les valora si
juegan bien al baloncesto. Tienen encanto —reflexiona— la luz de la mañana y el
sosiego del árbol; materias inservibles, sin embargo, para el arte. Pero si no
estuviera aquí apretando los tubitos de pintura, uno a uno, bien elegidos, para
que viertan sus entrañas en la paleta, ¿de qué me serviría a mí el arte? —murmura—.
[Noviembre de 2009]