Quai de l'horloge
Al dar la vuelta a la esquina por una calle transversal me
asomo al paseo por donde he venido para verme llegar hasta allí. La multitud
que me acompañaba ha seguido bulevar adelante, y la que se acerca me resulta
tan desconocida como la que acabo de abandonar. No es posible que me descubra a
mí mismo entre los que no estoy. Tampoco que busque mi espalda entre quienes
caminaba antes de detenerme. En ningún lugar de la ciudad me encontraría, salvo
que al pasar frente al escaparate de un relojero alguno de los modelos
expuestos atrase los minutos perdidos.
Rue Dante
Virgile dice que se llama y que me conducirá al paraíso. ¿Al
paraíso?, si no ha soltado ni un franco más. Tampoco menos, me contento. Luego
empiezo a temer: ¿al suyo o al mío? Porque si el fuego y las calderas y los
latigazos forman parte de su cielo, para mí será el pequeño y habitual
infierno. Pronto se verá, me digo por acallar las premoniciones. Sonríe
embotado detrás de mí en la escalera de la pensión. Al final no será ni una
cosa ni otra, eterno purgatorio de hombres que vuelcan su ternura o crueldad y
desaparecen para siempre.
Rue du Jour
Con qué modestia llega el día a la ciudad. El mismo mohín
enharinado con el que el panadero, bajo su gorrita blanca, se despide de la
dependienta, que ordena las barras recién horneadas en los cestos. La misma
costumbre, abulia casi, con la que el conductor de la línea nocturna aparca su
vehículo en el hangar. Así llega el día, y la soberbia que me nace dentro y la
irritación que siento no veo de dónde vienen. Mientras enciendo el cigarrillo,
con su caricia discreta la luz se ha hecho con el rostro de los mortales, no
con su corazón.
Rue de la Cité
Con Saint Michel inscrito en los letreros y nada más abrirse
las puertas del RER descubro que me he dejado el colirio en casa. Tres gotas,
tres veces. El andén se inunda de cabezas que basculan y yo, con los patines al
hombro, sin saber qué hacer en la escalerilla del vagón. Como cada viernes.
Toda la semana imaginando las figuras que probaré en el puente, Notre Dame
curioseando al fondo. La de la tarde, dos; la de la noche, tres. Tres gotas.
Nadie en la estación. Sólo mi mano, empeñada en apretar el bolsillo donde el
colirio no está.
Rue Serpente
El óxido que corroe la vida es, me di cuenta enseguida, el
exceso de tiempo. La memoria le traba el vuelo con sus cajas de archivo
amarillentas que comban los estantes y que los pececillos de plata roen. La
razón la enjaula. Por eso al salir a la calle eché a correr, y para que no me
alcanzara el tiempo, serpenteé por el barrio, pero no en dirección al río, no,
fui zigzagueando por bocacalles que salían a izquierda y derecha. No me
importaba el final, si llegaba sin nada conmigo, insensato como un adolescente
que se revienta un forúnculo.
Rue Ronsard
Me he dedicado esta mañana de domingo a arreglar el pequeño
jardín de mi balcón. He vaciado la bolsa de grava para acuarios en el parterre
y la he extendido minuciosamente para que lo cubriera por entero. Luego he
vaciado las macetas y las he apilado. Felizmente las había comprado todas en el
mismo supermercado y han formado una perfecta columna trajana que ha quedado arrumbada
en un rincón. He colocado en su lugar la antena parabólica, bien orientada al
cielo. En el centro he situado la bicicleta estática y, junto a la tumbona, una
mesita con libros ya leídos.
Boulevard de Clichy
Ayer Monique me preguntó por qué este bulevar en forma de
cuerno quemado continuaba siendo tan feo. ¿Feo? Aterradoramente feo, dijo. Abrí
los ojos que mantenía abiertos para contemplarlo. Me costó. Es un barrio que:
empecé a hablar por ganar tiempo. Como cualquier otro, me cortó Monique,
categórica. Por más que me esforzaba en mirarlo, no lograba ver más allá de un
cigarrillo humeante entre mis dedos que ya no sabrían cómo sostenerlo. En la
otra mano, la cartera escolar. La noche apremiaba, con su vestido de
lentejuelas en la percha. Las mujeres, la vista clavada en otro mundo,
evocándonoslo.
Place de Varsovie
Ah, ¿de Varsovia?, qué bien, qué preciosa ciudad, la plaza
del mercado, ¿te gusta la plaza del mercado? Anda, también yo la conozco sólo
por las fotos, pero iría ahora mismo… sobre todo si estás allí tú para
enseñármela. ¿Y cómo puede ser que seas de Varsovia y no hayas estado nunca en
la plaza del mercado? Ah, no exactamente de Varsovia. Ah, de una ciudad al
oeste de Varsovia. Bueno, mejor así, de esta forma algún día podremos ir juntos
a Varsovia. Claro que querré, me encantará. ¿Y eso queda muy al oeste? Guau,
eso es bastante al oeste.
Quai d’Orsay
Cuando le llega a Bonnet echa a correr, como hace siempre,
con la cabeza hundida y los ojos cerrados. Miro alrededor, nadie se toma el
contraataque en serio: Se estrellará. Sin pensarlo dos veces me lanzo a su
zaga. Insensato, veo que dicen los ojos de los delanteros nuestros que rebaso.
Bonnet sigue avanzando hecho un ovillo con el balón. Un defensa, otro. Cómo
corre, él por la banda, yo por el centro. Centra y yo estoy ahí y el portero no
está y la pelota que se va derechita y cuando voy a saltar el del banderín
grita: Orsai.
Rue Amélie
Amélie me dijo que se llamaba. Amélie, que suena a miel.
Miel, hojuelas. Hojuelas, hinojos. Hinojos, rastrojos. Vale ya de ojos. Ojos,
profundos. Profundos, callejones. Callejones, cigarrillos. Cigarrillos,
conversaciones. Conversaciones, sexo. Sexo, saxo. Saxo, humo. Humo, invierno.
Invierno, pupitre. Pupitre, Amélie. Me dijo que se llamaba Amélie, y yo dije,
le dije «Te conduciré al paraíso». Paraíso, infancia. Infancia, parque. Parque,
bancos. Bancos, atardecer. Atardecer, luciérnagas. Luciérnagas, sábado. Sábado,
sin Amélie. Sin Amélie, domingo. Domingo, comidas y sobremesas y tardes y
partidos en la radio interminables. Comidas etcétera, lunes. Lunes, Amélie.
Amélie, pupitre. Me dijo, me llamo Amélie. Le dije.
Avenue Rapp
Avenida de idas y venidas, hidra que bebe las almas con
sidra. Avenida de las aves, ya sabes, aves o naves en su tumba cabes. Avenida
de los novios, tan obvios, que ya se ovillan ellos como sellos, Avenida de la
noria y su escoria, de los lagartos urbanos enanos. Avenida sin nombres, con
pronombres, sin prohombres, con licántropos pobres. Avenida, utopía si no la
lías, paraíso de pocos frisos lisos. Avenida nocturna, vas soturna; veraniega
que niega hacerte friegas. Avenida funambulesca, fresca, con cerrojos en los
ojos te cojo. Avenida, despierta, sorda, engordas con la nada de tu nata.
Rue de Seine
Pongamos que el río que pasa a mis pies, y que contemplo
acodado en la baranda del bulevar, junto al puesto de un librero que vende
recuerdos para turistas, tan feliz como parece con su vida fluvial, echara de
menos el agua. Sí, el agua. Se sintiera infeliz por no tener suficiente agua.
Miraría entonces a sus ojos y descubriría el gesto lánguido de un filósofo o el
entrecejo porcino de un banquero. También ellos son ríos que claman por lo
único que tienen de sobra: tiempo el uno, dinero el otro. Curiosa enseñanza del
río que nunca hemos aprendido.
Boulevard Saint Germain
El verano acristala las calles y da pereza encerrarse en el
metro. Este bulevar parece no tener fin, pero las horas oscuras tampoco cuentan
minutos. Empezamos a andar los tres. La noche petrifica la realidad y la
avenida es el tubo de prospección que se adentra en la roca para extraer
muestras: en cada cruce, plaza, café, en cada local un hábitat humano
diferente. El bulevar se convierte en una rara pasarela, quienes caminan por
ella contemplan a los que no les miran pasar. ¿No es mejor regresar en metro?
Quizá, pero la memoria sólo se nutre de estas anomalías.
Rue des Pyramides
El tiempo es una pirámide. Lo dijo Aristóteles, ¿o quizá
Derrida? Quién sabe, pero alguien tuvo que decirlo para que quedara dicho; no
iba a ser cosa mía. El tiempo, una pirámide. Por ella se lanzan los niños como
por un tobogán, empiezan a acumular pendiente sin darse cuenta. Por ella
también ascienden los ancianos, de una manera cada vez más penosa conforme se
acercan a una cúspide a partir de la cual ya no queda más vertiente, más
tiempo. Ahora bien, ¿ya se han puesto de acuerdo si es la misma pirámide la que
unos bajan y otros suben?
Rue de l'Université
—Tengo razón.
—Depende.
—No creo que se trate de dependencia alguna. Si tengo razón,
la tengo y basta.
—Depende.
—Y dale, ¿tengo o no tengo razón? Yo digo que tengo razón.
Basta que lo diga para que no se admitan matices. Usted puede decir que no
tengo razón. Lo admito. Estará equivocado, pero admito que pueda estar en un error.
—Depende.
—¿De qué depende? Faltaría más que dependiera de algo. Las
cosas son las que son. Caen por su propio peso.
—Bueno…
—Nada de bueno. Si está equivocado es que carece de razón.
—Depende.
—Y dale. No tiene razón, ninguna.
Quai Voltaire
En el mismo instante en el que el turista valora el encuadre
de su fotografía, el perro alza la pata trasera contra la fachada del edificio
histórico y lanza un chorro amarillento que le da un brillo momentáneo a la
negrura de antiguos orines que acaba de olisquear, un pequeño afluente urbano
cruza la acera y anega la cueva natural que había formado un paquete de tabaco
arrugado, y la cucaracha que ahí se había refugiado del súbito amanecer corre
aún más desorientada hacia el portal. Aprieta el disparador el turista y ufano
declara: «La mejor entre todas las ciudades».
Rue Pascal
Acecha por las noches y no cede cuando sale el sol. Aparece
en la soledad del cuarto y en el alboroto de la taberna. Está entre las páginas
de los libros trufada, como el pétalo que queda guardado del día que ya no
está. Si la miro no la veo y sin embargo estoy siempre viéndola aunque no la
contemple nunca. No existe más certeza que su incertidumbre, ni más verdad que
su desconocimiento. Me habla cuando me miro la mano diestra y cuando con la
misma mano tomo la pluma para describirla, ningún impulso anima a esparcir la
tinta.
Quai des Tuileries
Sobre el tedio de la cola de turistas que se refugia bajo su
sombra, en la copa de los tilos plantados en hilera existe otra ciudad acaso
más populosa y mucho más apasionante. No la descubro yo, claro, un turista más
a la espera de míticos y refinados nenúfares. «Ves estas manchitas amarillas —G
señala un punto imperceptible de la corteza de un tilo—, son huevos; y en esas
hojas, lo ves, —y veo unas arañitas mínimas, como párvulos en el patio— son
larvas; y allá hay una pupa y esta mariquita, preciosa, brillante, acaba de
nacer ahora mismo».
Rue Jean-Jacques Rousseau
—¿Quién ha tirado la tiza? ¿Has sido tú, Émile?
—No, profe.
—¿Quién me ha lanzado una tiza a la cabeza mientras escribía
en la pizarra?
—La tiza no iba contra su cabeza, profe. Sólo iba.
—¿Has sido tú, Émile?
—Ya le he dicho que no.
—Entonces, ¿por qué sabes tanto sobre la tiza?
—Yo no he sido. Mire, tengo el lápiz en la mano. Copiaba los
problemas.
—¿En la mano?
—Sí, aquí está, ¿no lo ve?
—¿Desde cuándo eres zurdo, Émile?
—Desde nunca.
—¡Ah! Entonces, ¿qué hace el lápiz en tu mano izquierda?
—Yo qué sé. Yo no he sido.
Rue Balzac
—¿Comedia? ¿Por qué? Antes se diría que es una tragedia
perpetua.
—No del todo.
—¿Que no? No me venga con cuentos. Sangre a borbotones.
Dominación a espuertas.
—Es una manera de mirarlo.
—Ah, ¿es que hay otras?
—¿Otras qué?
—Me toma el pelo.
—En absoluto. La crítica es asunto muy serio.
—¿Entones?
—Entonces.
—Entonces convendrá conmigo que impera la tragedia. Por
todas partes. En todos los rincones. A cada paso que se da. Eso es lo único que
merece la pena ser contado.
—¿Y lo demás?
—¿Cómo lo demás?
—Los bonos del estado, por ejemplo, están dando lo que
nunca.
Rue Mazarine
Azul oscuro, intensamente oscuro. El mar cuando anochece. La
pared. Donde no hay una puerta. La pared contigua, donde tampoco hay una
ventana. El mar que se petrifica y queda lo azul de la noche. Los párpados
cuando se aprietan para evitar que los ojos vean. Los párpados cuando anhelan
que no regrese la luz a la cavidad que custodian. El mar, azul oscuro, nada más
que una palabra que nombra el lugar que ocupa una pared, otra. Y ya no son
necesarios los párpados. Su tinta tiñe. Su tinta cae, como persiana de comercio
al final de la jornada.