Un charquito de luz sucia parpadea en la fachada, al final
de la calle. Bombillas encendidas y apagadas conviven en el nombre del local.
La cortina de terciopelo ennegrece. Como si la humedad de la noche se hubiera
refugiado en el zaguán, éste exhala el vapor agrio de un borracho. Sobre las
tablas del entarimado los días sedimentan su paso, su pelusa. Las paredes
sudan, las placas del techo se agrietan y desprenden, el escay de los asientos
gime, las inciertas alfombras añoran su pelaje bajo el manto de la iluminación.
Al salir, alguien enciende un cigarrillo. Bostezan sus sueños.
2
Como acompaña siempre la puerta hasta el cuadro con cuidado,
no sé si ya está dentro, en el portal, o sigue en la calle, esperando que
vuelva a tirar de la cuerda para abrirle. Y cuando me asomo a oír sus pasos
ascendiendo por la escalera, tan tenues, la corriente de aire me zarandea el
camisón y me despeina, pero continúo atenta al gemido sutil de la madera al
contacto con sus zapatos y trato de adivinarlos desde arriba, y el frío que me
recorre la piel incendia algún rincón de mi cabeza donde el no oírle es ya
presencia.
3
Inválida, la noche vagabunda
que tropieza en bordillos y adoquines,
cien taxis amarillos siempre a punto
de atropellarla, me condujo a ciegas
hasta el umbral. Quería y no quería
dejar mi huella sobre el terciopelo
de las cortinas. Alargó su vara
la noche hasta mi espalda y di aquel paso.
Oscuridad y luces se partían,
agua y aceite, la respiración.
Me senté entre las sombras: mi atributo.
Bajo la luz un cuerpo ya giraba,
desnudez en silencio, ante los ojos.
Bajo destellos, en mitad de un túnel.
Música inane, toses, sonaderas,
griterío, gargajos, estornudos
brindaban armonía al dolce idilio.
4
En el anfiteatro de la calle, un tranvía interpreta la
partitura que fue a la lavadora en la chaqueta de John Cage. Jeroglífico no
descifrado, la noche borra identidades: familia, domicilio, profesión, ahorros.
Los dados corretean por el tapete verde con seis caras en blanco. La ciudad se
convierte en el seno materno que acoge jovial a cualquier transeúnte como a un
hijo pródigo. Su nombre de diosa: Hotel.
Mientras la vida —perro degollado en un callejón— se desangra, una mujer se
asoma al balcón y no grita. No espera a nadie. No huye. Ni siquiera está
mirando cuando mira.
5
—Eh, tú.
—¿Yo?
—¿Quién va a ser?
—No trabajo aquí. Vengo a buscar mi coche.
—¿Y qué?
—No podré ayudarle, señorita.
—Eso depende.
—No trabajo aquí.
—Al parecer nadie curra en este antro.
—El vigilante habrá salido.
—Estará borracho.
—No puedo saberlo. Vengo a retirar mi coche.
—Ya lo has dicho.
—Disculpe.
—Qué amabilidades. Oye, ¿no quieres acercarte?
—¿Acercarme?
—Un poco. Sí.
—Mi...
—Ya, tu coche. Ven.
—No.
—¿No? ¿Una dama te pide que le ayudes y dices no?
—No. Quiero decir, sí.
—Acércate.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque estamos solos, los dos.
—He de sacar mi coche. Sorry.
[Octubre de 2009]