Vida de novelista (1): el impostor
Se publica una reseña francamente desfavorable. La leo en un
café y me asalta una repentina euforia. Desvelado el intruso que hay en mí,
nada temo. Uno llega al mundo literario desde la ingenuidad. Ha escrito un
libro. Lo manda a un editor, lo presenta a un premio. Se publica, quizá le
paguen bien, lo que no recibieron ni Pessoa ni Kafka. Una sospecha empieza a
corroerle: ¿me habré colado en un mundo al que no he sido invitado? Un crítico
me señala: ¡soy un impostor! Me siento como un personaje de Jim Thompson tras
el tercer güisqui en ayunas.
Vida de novelista (2): el efímero
De mis veranos de adolescente recuerdo la pregunta que todos
repetían nada más verme llegar al pueblo donde iba a pasar las vacaciones: ¿Cuándo te vas? En mis veraneos de
novelista recién llegado al oficio choco con una pregunta igual de frustrante: ¿Qué está escribiendo? El libro, que aún
huele a tinta, está sobre la mesa, la posibilidad de que algún día lo lea quien
me interroga me parece remota; sin embargo, he de responder a esta cuestión
palpitante. Miento: un escritor siempre
tiene algo cociéndose en el horno. Presentar novelas es lo único que amputa
la voluntad de escribirlas.
Vida de novelista (3): el itinerante
Llego a una ciudad para presentar la novela. La víspera un
periodista me ha hecho una entrevista telefónica. Como guardo celosamente
explicaciones y respuestas para el acto, le respondo merodeos, trivialidades.
Compro el diario local y veo la página con desagrado. Va ilustrada con una foto
de otra época, bajada de Internet, borrosa. A su hora, en un ilustre palacio,
desvelo las esencias del libro ante una docena de personas que miran
insondables. Un fotógrafo me asedia. Al día siguiente, sin embargo, nada se
publica. Me pregunto si me habré equivocado. Pero no: la realidad y yo compartimos gustos anacrónicos.
Vida de novelista (4): el añorado
Ignoro las razones por las que un joven decide convertirse
en novelistas, y a poco que piense también desconozco los motivos que me han
llevado por este frecuentado camino. La novela ha sido siempre, para mí, la
manera más fácil de no tener que escribir poesía. Lo que me justificaba, como
si fuera un escolar que no ha hecho los deberes. Callar hubiera sido más
sencillo. Lo he anhelado. El silencio: mi fracaso más pertinaz. Apagar el fuego
con fuego. Quizá, pero el fuego de la novela es agua tibia —reconforta, elude—
frente al vértigo del poema. Peor: su añoranza.
Vida de novelista (y 5): el buhonero
Una novela es un vertedero. Quien la escribe acumula
desperdicios de tiempo en su prosa. Entierra entre inmundicias amontonadas un
sinfín de instantes en los que tuvo que decidir una palabra. En los que una
palabra daba cuerpo o no a un personaje y su peripecia. Estos —es decir, el
argumento— devoran cuanto cae en su escombrera. Es lo que encuentran los
críticos cuando buscan algo que decir por sesenta euros. Uno novela es el
légamos que deja en la ribera la crecida. Hay quien lo ve todo enrunado; hay
quien remueve el cascajo y descubre lúcido los instantes abandonados.
[Junio de 2009]