1
Un charco de luz donde flotan las ramas que el viento del
otoño ha arrancado. Encuentro a Ana de Peñalosa en la cocina. Escribe. El
cuaderno abierto sobre el mantel de cuadros rojiblancos. La escucho con la
espalda apoyada en los azulejos de la pared. Con el frescor recorriéndola. El
rumor de la pluma al arañar el papel. La atiendo ensimismado. Sé que podría
decir algo en cualquier momento, y Ana levantaría los ojos para mirarme. Pero
entonces dejaría de oírla, así que callo. Y sin embargo hay una conversación.
Las ramas del tilo que caen en la blanca alberca.
2
Árbol ojival, el níspero camina a paso lento por la senda
lateral y de soslayo te sonríe, María Gabriela, cuando ni siquiera lo ves
porque pasas atareada con las manos en los bolsillos del delantal. Extiende la
tarde su mantel de meriendas sobre los parterres sosegados. Canta una calandria
entre las hojas desmemoriadas del árbol lunático. El Eriobotrya Japónica apoya
su bastón para avanzar con lentitud entre los macizos de dalias y cuando
atraviesas el jardín con los ojos pendientes del papel que garabateaste anoche,
tus zancadas dejan atrás la leve inclinación de cabeza con la que siempre te
saluda.
3
La nostalgia de réplicas la suple Eleonora gracias a una
pequeña maceta con siete bulbos de narciso. Si el terciopelo de los nubarrones
cuelga como cortina ante la ventana, la coloca en el alféizar. Si una frase
adolece de esta ausencia de voces por los corredores de su construcción, la
deja entonces en la mesa, sobre el montón de folios escritos. Sin precaución, a
veces, por regarla, vierte la jarra del agua y me apresuro trapo en mano a
limpiar tierra y humedad antes de que la tinta abandone las palabras, salte de
unas a otras, las confunda, las ciegue.
4
Entrelazadas, sobre la falda, las manos. Como abandonadas
entre las telas, ignorantes de cualquier voluntad. Nunca he lamentado tanto no
haber estudiado los secretos de la pintura para suplir lo que la memoria no
sabrá guardar durante el tiempo que viva. Aquello que contemplaba Hadewijch de
Bravante tampoco hubiera podido representarlo porque mis luces solo me
permitían ver un carpe blanco de tronco ancho y abotargado. Empecé a comprender
el sentido de la visión cuando desvié la mirada hacia la abertura de sus ojos
cerrados, la respiración alterada, el cuerpo desprendido y, sobre todo, las
manos temblorosas y tan ajenas.
5
Cestos de mimbre a medio llenar, o medio vacíos, arrumbados
bajo un soportal. Cántaros que dan de beber al sol. Gallinas que estrenan la
libertad. Basta el paso por las callejas del mercado de Marta y María, las dos
hermanas beguinas, para que lo perentorio extravíe sus razones. También a mí me
ocurre. Por seguirlas con la vista descuido cualquier negocio que tuviera entre
manos. Y ni siquiera voy a susurrarles severa cuestión al oído y escuchar su
consejo con pasmo en el rostro. Ni desdoblo las mil dobleces de una carta para
oír cómo transforman los garabatos en palabras.
6
Bergamota se ha cansado de ir de un lado para otro. De
hacer el hatillo sin siquiera saber lo que echaba dentro, lo que quedaba fuera.
Viajar se había convertido en una manera de permanecer siempre en el mismo
sitio. El lugar que no cambia de lugar cuando cambia de lugar, por decirlo con
gracia juglaresca. Se ha hartado. Ni siquiera se le advierte un ápice de
nostalgia cuando las hermanas se recogen el pelo, se calzan las sandalias de
suela gruesa y parten. Y si me acerco a consolar sus soledades, me desdeña y
desaparece. Como cuando se iba.
7
Las hormigas y sus trazados geométricos. Las arañas y sus
tableros de ajedrez transparentes. Los gatos y sus elipses. En la quietud lee
Blanca el movimiento. Y con los dedos inquietos sobre el mástil del laúd dicta
las leyes que lo comprenden. Observa el debate entre silencio y relincho. E
imagina notas delicadas sobre la crin de una yegua lunar. Estudia la
composición de las mazorcas despojadas de sus hojas y ensarta las palabras en
las canciones que entonará el amanecer cuando coloree los campos. En la soledad
adivina la voz de Blanca los amores que interpreta. Y yo escucho.
8
Tras tanto tiempo viviendo en los puntos suspensivos, en
carromatos que circulaban por la página con las cortinas echadas, como las
otras hermanas, o unas mujeres beguinas, o el viento que aquella tarde estropeaba
la caligrafía del humo… Cisca se asombró al ver su nombre escrito con letra
de cronista sobre el pergamino del Libro de Horas. Pensó, al principio, que
se trataba de un apelativo de la Romana, o incluso de un error. Cualquier cosa
que la mantuviera donde siempre había estado. Pero al saberse ella misma
reflejada, y no otra, sintió angustia por la pequeñez de su nombre.
*
II. Maga Losnay, dietario / oiɿɒƚɘib ,yɒnƨo⅃ ɒǫɒM
# 545
Género redundante, lo es el diario cuando copia el tiempo que
ha sido. Si se ha ido, ¿qué le añade lo escrito? ¿La permanencia? Pero no
amarran las palabras el tiempo como los cabos sujetan el barco al noray. ¿Qué
le añade, entonces, al querer así fijarlo? El buque retenido en puerto
—mientras los marineros engordan y las arañas aprovechan los orificios de la
cadena que tensa el ancla para sus delirios geométricos—, ¿continúa siendo
navío? Al diario le corroe idéntica quietud. Solo le libera desentenderse del
tiempo: contar lo que ocurra cuando una ya no esté. Ser espacio.
# 546
Líquido que el aire bebe durante el día, la luz abandona
poco a poco el cuenco de lo real y en su fondo queda el sedimento de lo que
hubo, concentrado ahora en la sequedad y en la nada de la noche. En la
intensidad de lo que no está se descubre el valor de lo que no se ha ido. Los
cristales en el suelo bajo el pie descalzo del que se ha desvelado. La sal de
las horas que el tiempo no logra desleír. Y los afectos, también los afectos,
la gasa que limpia las hendiduras del resplandor.
# 547
El manto que los jazmines han tejido sobre la tapia de un
jardín. La calle. En la luz de invierno, los ciruelos florecen. El caminar me
lleva de uno a otro. El viento agita las ramas. Una paloma aletea para alzar el
vuelo. Los pasos de quien calza botas detrás. Un furgón de reparto los borra,
pero su lejanía me los devuelve. Así es como se va comprendiendo el oleaje de
lo real. Una frase que me regalan los muchachos que caminan hacia el instituto.
Alguien que tiende la colada desde una ventana. Pensar, ir de una a otra
sensación.
# 548
No posea, tal vez, corporeidad de tiempo. Ni extensión de
tiempo. Ni siquiera propicie el olor o el tacto que el tiempo entrega a los
cuerpos. Tampoco acerque la apatía y el cansancio que el tiempo acarrea entre
sus bultos. No es el tiempo del tiempo, sino otro tiempo el de la escritura.
Tiempo poético. Tiempo que levita sobre el tiempo. Leve nube en cielo azul.
Sombra de sauce en día de verano. Fuente que mana entre dos piedras. Un tiempo
construido con la realidad de las palabras. Con su convicción. Con su
intimidad. Con su consistencia. Un poético existir.
# 549
Al muro del viejo molino hace tiempo que se le voló la
partitura con la que interpretaba su lugar. Le queda al desmemoriado su sola
memoria para trenzar los sonidos que crean consistencias. Amontonados los
sillares que han caído, hechas añicos las tejas, las vigas festín de la carcoma
y la inmundicia como único residuo del tiempo. Cuando levanto la pierna para
acceder a lo que fue un círculo que hablaba con el viento imagino que al
devolverla al suelo no oiré nada. Y sin embargo, un chasquido. Aún la palabra
muro alzada. Melodía antigua que pervive con otras letras.
# 550
Como más reales se perciben las calles de una ciudad es con
su ausencia. El olor de la fritanga a mediodía, el vocerío perpetuo, la
incomodidad del tráfico, la dureza del empedrado. Donde no están se huelen, se
oyen, se disfrutan tal como nunca se olieron, ni se escucharon, ni seguramente
produjeron gozo alguno. Solo con no caminarlas, la seducción de las calles
crece. Su incertidumbre se añora; la posibilidad —ilusa— de que entre tantas
cosas que ocurren sobreviva algo. Y solo ahora, cuando sucede el mayor
acontecimiento, que es que nada pase, la nostalgia de lo nimio las engrandece.
# 551
A lo que queda por nombrar nadie lo ve. Y en el no oír un
nombre, hasta lo innominado se desconoce a sí mismo. Se confunde con la nada,
siendo algo. No hay confusión más absurda. Convierte a un inocente en reo de la
galería de los penados a perpetuidad. Y como nadie lo ha nombrado se le
atribuye idéntica condición a la que posee lo que ha perecido, existiendo aún.
Y en el no ser leído su nombre ignora dónde habrá de darse la vuelta, cuándo
tendrá que alzar la mirada, cómo sonará el lugar que replique sus pasos.
# 552
Un razonamiento no vale más ni menos que el papel moneda.
Ambos sirven para lo mismo: que algo pase de una mano a otra. Certifican
pertenencias. Y no lo hacen ya por certidumbre ni convicción, sino únicamente
por cantidad. La razón, sin embargo, no se vende; compra. Los argumentos son el
papel moneda que somete voluntades. Es la libertad que las encauza. Las
autopistas se alzan como gran monumento a la racionalidad. Para escribir quedan
los prefijos: lo asistemático, lo irracional, lo desorientado. Cuando el
convencimiento se convierte en sinónimo de conquista, solo se intuye una huida:
el pensamiento desleído.
*
III. Prunus Triloba, pensamientos
1
A diferencia de los animales, cuya contemplación exige
pérdida de libertad, en nuestro reino el jardín no supone humillación. Antes al
contrario, se diría que es antes un invento nuestro que de los humanos; más
evolución vegetal que idea de los cuidadores. Igual que ellos han alcanzado con
el paso de los siglos conceptos más dignos, como el de democracia, nosotros
hemos culminado en el jardín el camino de perfección. Y al igual, ay, que ellos
traman recesiones y liberalismos para mancillar logros, nosotros también
sentimos como retroceso algunas perversiones de nuestro paraíso, como el jardín
municipal y el pipicán.
2
Cuando está receptiva, aunque no se acerque a mi breve
remolino de color, los días extienden sobre el jardín su mantel de celebración.
Si oigo que llama a los gatos por el nombre, les riñe por las aventuras
nocturnas, les acaricia el lomo al escabullirse. Si la veo hablar con los
jacintos de poesía barroca, peinar el repeinado, avivar los colores. Si sé que
estudia el movimiento de los insectos, la cadencia del canto de las aves
emboscadas, el dibujo de las sombras sobre la hierba… Si está atenta a cuanto
ocurre en nuestro mundo, todo de repente cobra sentido.
3
Deja el río de lucir sus aguas cristalinas, los setos se
llenan en días de viento de bolsas de plástico que nadie se acerca a retirar,
los insecticidas acaban también con los zumbidos. Va enmudeciendo la voz que
habla en las aguas, dentro del bosque, por los campos. Animal se convierte en
un insulto y su valor o se mide a peso o resulta despreciable. Y conforme calla
la armonía no se instaura el silencio, sino los ruidos. Mecanismos, motores,
aparatos empiezan a vociferar su idioma ilegible. Mis ramas y mis flores
también enronquecen. Quizá por eso Ella me cuida.
4
Quien dibuje un círculo y se inscriba en su centro ha
perdido el contacto con lo que le rodea. No lo ve cuando mira porque cuanto
existe ha dejado de estar dentro del trazo que cercena la existencia. Solo se
encontrará a sí mismo quien se considere el núcleo, el resto vivirá a sus
espaldas. Como vivían el granado romano, el níspero gótico y los gatos renacentistas
en este abandono antes de que llegara Ella. La que me plantó junto a la puerta,
me cuidó, me quiso como quería a todo lo viviente. Una planta más, un ser entre
seres.
5
Tal vez fuera el laurel quien inventara la melancolía o
quizá solo quien mejor la encarna. Las ninfas alzaban su cabeza desde las aguas
del río y el río era hermoso, era diáfano. Se leía en letra carolina lo que la
alondra anuncia a los amantes, o lo que les evoca el ruiseñor en lo alto del
sauce. Hablaban los perros, respondía la avutarda. No hay fronteras entre los
seres. El limonero colorea con lunares ígneos el mantón de la niebla. Las
luciérnagas entre la maleza escenifican los puntos suspensivos de las frases
que el día dejó a medio decir…
6
Llegué envuelto en una bolsa de plástico negra, apenas un
palo mustio, débil y enjuto que sobresalía. Solo unos ojos visionarios podían
ver en aquella vara sin gracia el arbusto del que brotarían tantas flores,
tantas, en una esquina del jardín. Con sus manos cavó un hoyo no más grande que
una cabeza, removió la tierra para mí, la oxigenó, me sacó de la bolsa que
indignamente me guardaba, la desgarró y cayeron terrones de la tierra seca que
se desprendieron de mis extenuadas raíces. Me plantó y dejó dentro, conmigo,
algo de sí misma. Fue a buscar la regadora.
7
Pintor extraño, el invierno. Como si se hubiera gastado el
dinero para comprar pigmentos en la taberna y solo le quedara para los más
baratos. Ocres, pajas, limón. Cubre los campos o traza los enramados y se
olvida de irisarlos. Descuidado artista, el invierno. Sus cuadros son ásperos,
oscuros, silenciosos. Más dibujante que pintor, deja los lienzos a medias.
Inacabadas estampas que las nubes ocultan, la niebla cubre. La nieve se apiada
de tanto vacío. Pese a ser un pésimo paisajista, le queremos. En los bolsillos
de su gabán guarda la semilla de los colores, al contrario que el
Herbicida.
8
Entre las figuras que visitan el jardín prefiero siempre a
Ibn Al’Arabi. Se despierta antes de la salida del sol y ya parece que sus ojos
vean donde no han prendido los colores. Y puede afirmarse que tampoco mira
cuando ve, sino que medita. Aun sumido en las tinieblas siento cómo abandona
una mano sobre una rama por acariciar acaso las flores que aguardan el primer
rayo para brotar y sé que está pensando. Más. Se diría que está escrutando qué
conocimiento hay en el interior de cada palabra que contempla. También cuando
me mira. Y tiemblo, yo, Prunus Triloba.
*
IV.
Maga Losnay, dietario
oiɿɒƚɘib ,yɒnƨo⅃ ɒǫɒM
# 553
La primavera invita a que la escritura abandone abrigos y
jerséis de lana, bufandas, gorros, guantes, cuanto usaba entre las frases en
los días breves y oscuros que le preceden. Se desviste. Una camiseta, un
pantalón de tela ligera, unas sandalias. Es el nuevo atuendo con el que el escrito
se me presenta en el cuaderno, imponiendo al lápiz su ritmo, su liviandad, su
alegría. Le veo bailar a las horas en que antes leía. Cenar a destiempo.
Trasnochar. Le aconsejo que salga a la página con el paraguas, con un pañuelo
para el cuello, con una cazadora. Todo inútil.
# 554
Parece irse, pero siempre se queda. Es como si
desapareciera y no se ha ido nunca. Globo que se suelta de la mano infantil y
asciende donde ya se ve inalcanzable. Charco que la mañana soleada extenúa y
olvida. Pájaro que durante un instante inunda el bosque con su canto y luego
enmudece. Se diría que la escritura se deslíe en el aire, se disuelve en el
tiempo, vuela, se seca o calla. Pero el globo en un punto pierde altura y
regresa, la lluvia recobra la memoria del charco y el piar se reanuda. Siempre
está ahí. Soy yo.
# 555
A diferencia del tiempo, que solo sirve para establecer
medidas sin más metafísica que la esgrimida por el metro de carpintero, la
escritura construye estancias a las que se puede regresar. A diferencia del
paso del tiempo, que como un obseso de la geometría circular se inhibe ante el
placer o el dolor que sus incesantes dictámenes provocan, la escritura dibuja
retratos fidedignos de cada gesto. A diferencia de la duración, cuyo
desvanecimiento constante exige al ser la condición de brevedad y aun de nimio,
la locuacidad de lo escrito acompaña cuando no hay nadie, permanece aunque nada
exista ya.
# 556
Esta suerte de costura, que al hilo le llama tinta y pluma a
la aguja, remienda las prendas que el vivir desgarra. Zurce las rodilleras del
pantalón de los días laborables, el cansancio de la incomprensión y de la
impiedad, la angosta senda de los horarios y de las tareas; remata los jirones
del delantal de sí mismo, la áspera convivencia con los errores y con las
pérdidas, el insoportable silencio que responde cada vez que los ojos se
cierran. Pero hilvana también la ilusión por ver florecer los jacarandás y
borda con su recuerdo una cenefa en el mantel.
# 557
Una manera de estar ahí en el momento en el que se
transforma. Sin siquiera haberlo visto; de hecho, ver suele ser una de las
propiedades de la ceguera inadvertida; la que, a diferencia de la que no ve,
resulta incapaz de proporcionar algún conocimiento. Sin siquiera haber estado
presente. Es una forma de situarse en aquello que va a cambiar, y de dejarse
cambiar. Convertirse en lo que se es en cada frase, en cada párrafo, en cada
página. Se escribe para estar en el instante crucial de la alteración y en el
gesto de contarlo, de poderlo contar.
# 558
Los caminos, tanto aquellos que se recorren a través de
sendas silvestres, entre la umbría de enigmáticos sonidos, o por los campos
luminosos, donde los cereales aprenden del sol a elaborar dorados; como los que
se han de recorrer aún en busca de fuentes apartadas, que manen al pie de algún
laurel, o de viejos molinos que sostengan su hidalguía piedra sobre piedra, o
de claros de bosque silenciosos moteados por flores diminutas de rara belleza.
Los caminos, los pasados y los futuros, están entre los dedos, abierto el
cuaderno, ahora, en este instante, cuando la pluma empieza a escribir.
# 559
En las fresas del cuenco que dejo sobre el mármol de la
cocina se lee el don de este día y en su lectura se elige el sabor de las
horas. En la pizca de azúcar que esparzo por encima y que blanquea un instante
los frutos para disolverse casi de inmediato en sus jugos adivino una metáfora
de la escritura, que se deslíe en el curso de la vida y la endulza. Pero cuando
el plato, ya dispuesto, presida la mesa donde brillen las fresas, el libro que
ha enseñado a leer el tiempo quedará cerrado en el estante.
# 560
Voy a llamarle «tinta» a la brisa que aletea entre las
hojas góticas del níspero. Al abejorro que zumba de camelia en camelia y
desaparece tras el muro. A la música que acabo de sintonizar y propone que se
baile. Al canto de los pájaros emboscados en la umbría. Al libro que se ha
quedado abierto bocabajo en la hierba cuando he oído que me llamaban. A los
surcos donde empiezan a verdear las plantas que hacen crecer frutos bajo
tierra. Al horizonte de montañas y bosques que enmarca la ventana del cuarto.
Le llamo «tinta» al presente y escribo.
*
V. Nacimiento de Ana de Peñalosa
1
Telas blancas entre los muebles y encima un ajuar de
toallas bien dobladas. Sábanas de nívea seda sobre la cama y en la cuna, que la
impaciencia mece con un crepitar de madera contra la losa. Albas manos que con
destreza colocan en su lugar cada miembro durante la espera. Pálido gesto de
quien aguarda y siente. Y ante la ventana bailan blanquecinos copos en la
superficie del vidrio. Nieva aquel día sobre los campos, los tejados, el bosque
y la corriente del río, que temblaba como una primeriza cuando Ana de Peñalosa
llora envuelta en pétalos de rosas rojas.
2
Quien ha caminado sobre la nieve y duda por desconocer el
sendero que sigue, así imagina el trazo de lo que acaba de caligrafiar sobre la
cuartilla en blanco: Por
obedecer a Vs., a quien tanto deseo agradar… Y
en tanto encuentra la senda que continúe distrae la mirada en el ventanal de
poniente. Ahora es la tinta del agua que cae desde tejado la que escribe letras
blancas sobre el negro papel del cielo. Entretenido en leer lo que no sabe
redactar le despabila una voz —¡Es niña!— y un súbito plañido. Por gusto mío le remitto essa
noticia.
3
Los sollozos parecen descompasar la marcha del caballo que
calle arriba resbala con la humedad blanquecina que recubre el empedrado, y
relincha. Quien lo sujeta por la correa y lo encamina le acaricia el cuello,
las crines, los carrillos. El bruto abre los ollares y avanza con coces
inseguras contra la piedra que colman de fragor la mañana. Dos mujeres que se
cruzan, cubiertas con un manto oscuro, se cobijan acobardadas en el atrio donde
el grito resulta más claro y reconfortante. Se miran, cómplices. Sonríen. La
casa ahonda sus cimientos y ambas nodrizas sueñan, por separado, con ser
llamadas.
4
Por el suelo, derrotada, se arrastra la luz que cuela un
ventanuco en torno al cual las moscas, imaginaria peonza, giran sin fin. Cuando
el eco de la llantina llega, de boca en boca, el capataz de los Mercado pide
que descorchen la damajuana que se reserva para las ocasiones. El tabernero
sube de la bodega con gesto de triunfo. Las cartas que en aquel momento corren
por las mesas quedan en suspenso, la mano alzada, la imprecación extinguida, la
vista desatenta. El tapón canta su breve aria de bajo y el caño gorjea ante un
coro de vasos sucios.
5
No tarda el llanto en alcanzar la plaza que la nieve ha
borrado por entero. El abrevadero, los arbustos, un carro. Sobre la blancura se
multiplican las huellas que la ensucian entrecruzándose. En el atrio el párroco
patea el mármol del suelo para expurgarse gotas y copos de la sotana mientras
vocea el nombre del sacristán. Campanas
al vuelo, rápido —ordena.
Asoma con aspavientos por la puerta de la sacristía un hombrecillo triste que
se limpia de migas la pechera y hogaza en mano protesta: Con el frío que hace. Una
ráfaga empuja el badajo contra los labios de bronce.
6
Un vuelo de campanas se expande entre barbechos y
pedregales, por ribazos, besanas, campos aturdidos por la nieve, sobre aspas de
molino detenidas y barcas amarradas a un tronco en la orilla de un río sordo.
Un repique de fiesta salta tapias que nada guardan, escudriña umbrías que a
nadie albergan, recorre caminos de ausentes. El sonido transita el territorio
de las aves y de los insectos, sabe dónde se esconde el gato montés y acaricia
el lomo de ovejas sonámbulas en el redil, donde un muchacho soñador se pregunta
si cuando él nació lo supo el ganado que cuida.
7
Brilla el atardecer en el sudor del pelaje. Piafa frente a
la hozada de paja que le deja un criado. Cocea el suelo. El jinete que acaba de
desmontarlo taconea por la escalinata principal con una bolsa de cuero en la
mano. En lo alto, de levita oscura y cabello blanco, le aguardan. Sonríe al
desenrollar la carta y al entregarla. Está hambriento, pero ya se imagina
saciado cuando le señalan el corredor que conduce a las cocinas. Este hijo…—musita y cuelga la
mirada de cualquier gancho para caballos en las paredes del patio—, ¿tiene descendencia algún
vecino?
8
Los tejadillos de pizarra, el chapitel, el alféizar de las
ventanas… blancos. La campa entera, un sudario sin muerto. Nieva. El castillo
también enharinado, como una hogaza gigante a punto de entrar en el horno. No
ha dejado Juan aún atrás, pese a las penalidades propias de un adulto, el niño
que sigue siendo. Los mercaderes que han acudido de mañana a la feria de Medina
se arrebujan bajo un soportal. Cuentan historias que inventan al paso del
aburrimiento. Juan Yepes escucha y mira. ¿Ha visto vesarced germinar vástago
de mujer? —pegunta uno para
que le dejen hablar de nacimientos.
*
VI. Maga Losnay, dietario, oiɿɒƚɘib
,yɒnƨo⅃ ɒǫɒM
# 561
El pájaro de los días vuela y reduce el cielo al paspartú
del cuadro que lo enmarca en los ojos. Transita, y en su tránsito iguala horas,
tardes, recorridos. El ave del tiempo extiende sus alas de sudario sobre los
cuerpos dormidos. Entre mirar de dónde viene y querer saber a dónde va, se
queda el presente sin presente. Mojón que en la carretera señala impertérrito
el mismo significado. Aspas de molino que han memorizado su senda. Escrutinio
estéril antes de que el acontecer ocurra. Tiempo, un pájaro que huye. Ave que
se ha detenido; quien despierta habita un espacio.
# 562
Ángeles del presente, los gatos se detienen para descubrir
el sentido de una realidad que desconocen. Escudriñan el espacio. Atienden a
movimientos y olores, se diría que los estudian antes de actuar. Cartografían
lo que descubren. Lamen el hocico de la camada para contarles los nuevos
significados. Su erudición les sosiega. Saben que son capaces de discernir
cuanto ocurra, no por el mero hecho de ocurrir, sino porque lo que acaece
transforma el retrato del instante. De nada le vale al gato lo que supo, y lo
que venga valdrá en razón de lo que ahora sea capaz de mostrar.
# 563
El tiempo que está reconstruye cada día su hábitat sobre el
tiempo que no está, igual que las civilizaciones antiguas levantaban de nuevo
las murallas derruidas y los edificios quemados tras un asedio. Tras el asedio
de los días, se recompone el jardín de las sensaciones y la emoción de los
sentimientos con cuanto se puede compartir: la belleza, la alegría y el goce
que genera la escritura que se entrega con el mismo estremecimiento que un
abrazo. El tiempo que está es aquel en el que se decide vivir, en el que las
voces erigen el castillo del deseo.
# 564
Las manecillas del reloj de la plaza se llaman tranvías.
Igual que ocurre en los puestos del mercado, venden a granel sus productos.
Cuando se le pide, el charcutero descuelga la longaniza del gancho, empuña el
cuchillo con destreza y descuartiza el todo del embutido en rodajas que caen
sobre el papel que en la balanza pesará lo mismo que una de ellas. Así ocurre
con los tranvías, sirven el tiempo en lonchas a quienes los aguardan, de pie,
en la acera, sintiéndose envoltorio que unas gotas de grasa han manchado y se
les envía a la basura, sin nada.
# 565
La realidad, lo que llaman «realidad», no es más que un
resumen de la realidad. La sinopsis de una novela en una cuartilla. De una vida
en un par de fechas. De un paisaje, que solo quien lo transita cada día con los
cambios de luz y de estación empieza a conocer, en una estampa. Lo real solo se
reconoce en la expansión confusa del presente. Los pasados revueltos, unos con
otros. Y también las realidades anheladas, porque el deseo es el más fiel
constructor de realidad que existe. Caminar en todas direcciones del tiempo al
mismo tiempo, la realidad.
# 566
Las palabras ven por los ojos y los ojos ven en las
palabras. Cuanto alguien escribe lo estoy viendo. Y no se ve lo mismo que se ve
en las mismas palabras cuando se leen escritas en otra caligrafía. No se
escriben igual las palabras ni se leen de la misma forma ni contienen ningún
significado previo al significado de lo que han visto los ojos de quienes las
han escrito. En las palabras se ve a alguien viendo. Se le escucha hablar,
cuando habla, y cuando está en silencio, frente a la ventana, se le ve meditar
el tiempo.
# 567
En la concha de los deseos a veces entra un mínimo grano de
arena, un casi nada que se queda pegado a la lengua de la ostra. Sobre el
imperceptible y tosco grano, el molusco vierte un cemento suave con el que lo
rodea y embellece. Y una vez vertido, ya no sabe cómo detener ese gusto de
hacer crecer el grano, transformado en un bulto esférico, brillante, nacarado.
Y cuenta la ostra el tiempo por el tamaño de su huésped, que crece con ella,
dentro de ella, como un anhelo que colmara su vivir marino. La perla, un
sueño.
# 568
Los sueños construyen espacios. El tiempo no crea nada ni
permite que nadie crea en él. Es un molino cuya piedra pasa por las vidas
enharinándolas. Los lugares, sin embargo, crean sueños y se dejan también crear
por los sueños. Les imaginan una llovizna suave, atlántica, que humedece el
rostro de quienes caminan abrazados por un sendero de arena oscura con la
capucha puesta. Les construye cafés al final de una calle para compartir las tardes
de invierno junto a la cristalera donde las gotas se entrenan. Los sueños le
dan sentido a los espacios, que brillan con su fulgor.
*
VII. Biografía de la mirada
1
Voy de la mano con mi padre por la Calçada da Estrela
contando los tranvías que suben y los que bajan. Le miro y sigo buscando qué
miran sus ojos, que no se posan sobre nada que vea yo delante. Voy
contemplándome en el reflejo de los escaparates de las tiendas por donde
pasamos y admiro una y otra vez el vestido que llevo puesto y que tanto me
gusta, pero que mi padre no parece advertir. Voy saltando en el empedrado por
encima de bichos que ahora solo ven mis ojos y cuando reclamo los suyos tampoco
los encuentro.
2
Podía no ver a nadie, aun mirándole a los ojos. Se cruzaba
por los corredores sin responder a los saludos aunque a menudo caminara
hablando, consigo misma o con el vacío que la acompañaba allá adonde fuera.
Cara de persona solitaria, gesto abandonado, nunca se le vio, ni aquella
tristeza que empalidece las facciones. Andaba siempre alegre, puro júbilo que
no compartía. La rara, la llamaban las demás, la chiflada. Cumplía sus tareas y
al final de la jornada, cuando las hermanas parecían rezarle a un padre
autista, secreteaba ella con otro juguetón y comprensivo. Un dios igual de
lunático.
3
Ya sé que era solo la cocinera, pero la casa estaba
apartada y el verano era tan inacabable que allí todos parecíamos importantes.
Pasaba la mañana condimentando alimentos y por la tarde limpiaba los fogones.
Si salía al jardín, avanzaba cabizbaja, con grandes zancadas. Como si tuviera
prisa. La sujeté por el hombro. Le dije que mirara hacia las montañas, el
verdor azulado de los pinos, los pastos aún frescos, las crestas de granito
descarnado. No levantó la vista de los guijarros del sendero. Solo hay un
paisaje, me respondió. ¿Y esta maravilla? Una postal que nadie me ha
mandado.
4
Si aquel mira, si este mira, si el de más allá está
mirando, he de cerrar los ojos para ver. Porque mantenerlos abiertos no sirve
ya para distinguir lo que hay, sino para establecer solo un orden. De qué me
vale que el de más allá mire, este mire y aquel esté mirando si el cauce común
conduce a lo explicable. Si entre todas las miradas componen un acuerdo al que
denominan realidad sin la menor objeción. Usan la vista para reconocer lo que
ya han visto que hay, no para imaginar lo desconocido. A tientas avanzo hacia
lo inexplicable.
5
Ha llovido. Las pisadas dejan una huella en la tierra
reblandecida, pero en seguida las hojas se apresuran, con cada golpe de viento,
a ocultarlas. Hojarasca que va trenzándose con amarillos en lo que un día
debieron ser unos ojos vivos, anhelantes, que ahora contemplan el rectángulo
negro de la ventana dentro de un vagón de metro. De las ramas se desprenden
gotas que caen en el charco de una mirada. Se abriga el cuello con el chal
donde la multitud se arracima. No refresca aquí ni en lo que esté pensando,
sino en la mirada misma, en su intemperie.
6
Espera en la esquina del estanco y me acompaña hasta la
parada del autobús. No es gran cosa lo que se puede ver a aquella hora.
Empleados con las manos en los bolsillos, obreros con el bocadillo bajo el
brazo, estudiantes con las mochilas a la espalda, mujeres cabizbajas. No sé de
dónde se saca lo que contempla. Trae a su conversación lo que lleve en mente,
pero tampoco es capaz de decirlo a las claras. Has visto este, mira la otra. Me
abate con su resentimiento. Enmaraña de suspicacias la franqueza del momento,
la luz tenue de la mañana.
7
Tras colgar —se había sentado en el banco de una plaza
silenciosa, lo más lejos del fragor del tránsito que pudo hallar— dejó de ver
el teléfono, el bolso, el banco, la plaza, la calleja que desembocaba en la
avenida, la avenida, los autobuses, la multitud y el trámite que movía sus
pasos en el momento anterior a que sonara. Tuvo la impresión de que aún existía
por el interés que despertaba entre las personas que, sentadas en los otros
bancos de la plaza, la observaban con disimulo mal enmascarado. Pero por mucho
que la miraran, había dejado de verse.
8
Solo con un aumento consigue verlas, mientras caligrafía
las letras sobre el cuaderno, pero con el cansancio a veces abandona la lupa a
un lado, sobre la mesa, ensanchando grietas y manchas antiguas, y escribe de
memoria. Al amparo de la niebla perpetua de su vista. Y cuando han quedado ahí,
en el papel, las palabras desaparecen de su cabeza volátil, tan suya como en
ocasiones propiedad de un desconocido. Ahí permanecen para quien quiera
leerlas, pero no para él, que las repasa, lupa en mano, una y otra vez, sin
identificar trazos ni nociones, inútil paleógrafo de sí mismo.
*
VIII.
Maga Losnay, dietario
oiɿɒƚɘib ,yɒnƨo⅃ ɒǫɒM
# 569
La vida está fuera y está dentro. Está en lo que transcurre y en lo que no ha ocurrido. En las conversaciones y en los silencios. Aparece donde todos la buscan y donde nadie se imagina que pueda estar. Se piensa la vida como una línea ferroviaria cuyas marcas sean estaciones donde se sube o baja. Nada más extraño a la vida. También los trenes corren por ella, pero la vida vive, sobre todo, por debajo y por encima, a ambos lados, muy lejos o extremadamente cerca. Es aquello que late en una palabra, en una mirada, durante un instante.
# 570
Los sueños empiezan al despertar. Despliegan la energía necesaria para ponerse en pie. Desde el espejo le recuerdan a la persona que mira quién es. Porque un sueño exige a alguien que lo sueñe. Con voluntad, con carácter, con convicción, con insistencia y con alegría de soñarlo. Son la luz que vierte la ventana sobre el pensamiento con el propósito del pintor que elige sus símbolos en la paleta de los colores claros. La armonía que se distingue y recrea entre los sonidos. Las palabras con las que se comprende cuanto acontece. Es la certidumbre de que la vida existe.
# 571
Solo me sosiego cuando descubro que no importa si la casa donde estuve cenando esa noche era en este o en aquel edificio, en esta o aquella manzana, ahí o en otra calle, tal vez en esta vida. Si el Café donde tantas tardes humearon amontonadas como la hojarasca abría sus puertas aquí o era más allá, quién sabe, si después de que el hábito me condujera durante tantos años ahora ya ni siquiera soy capaz de determinar un punto, ni pensándolo. Pero en realidad, tampoco importa, porque el pasado pertenece a la imaginación. Es el contenido de la fantasía.
# 572
Es el espacio el que crea las palabras. Son el espacio y el deseo. Lo que rodea, lo enmarcado, lo que fluye cuando pasa la corriente río abajo y alguien se queda contemplándola desde el puente con el pensamiento absorto. Lo que dice entonces, esa expresión. También la que se pronuncia sin acertar a veces en el sonido, entre los cañaverales, a mitad de un abrazo, cuando los dedos se esparcen por la nuca y la mano se aferra a la cintura. Una palabra, casi gemido. Lenguaje con el que se comprende lo incomprensible. La vida, quizá. Cauce y anhelo.
# 573
Baja el río con los bolsillos de su gastada gabardina llenos de piedras. Recuerdos de la agreste montaña donde nació, unas. Rocas que arrancaba en los parajes por donde fue joven torrente al que nada detenía. Emblemas de las llanuras por donde ha transitado silbando canciones de moda con el hatillo al hombro, otras. Minerales de colección que se llevaba de paseo cauce abajo, a los que proporcionaba, además, un nuevo aspecto, suave y elegante. Llega el río a su desembocadura con el macuto lleno de guijarros. Tantos que los confunde, a veces, antes de quedarse con las manos vacías.
# 574
En la calle mojada, sobre las losas que la lluvia ha charolado durante la tarde, quedan las huellas de mi caminar, un rastro opaco en un mar de brillos. Al girarme por casualidad, las he visto y me he detenido a observarlas. La línea que he recorrido en el espacio llega hasta el lugar donde estoy y desde donde veo la ausencia de cualquier línea hacia delante. Reflejos en la humedad de la piedra que mezclan los colores de rótulos, marquesinas y fachadas sin que nadie los haya pisado. Así concibo la vida cuando me paro a contemplarla. Ese instante.
# 575
No hay casi nada en el interior de un instante. Apenas ha dejado algo atrás e idéntica nimiedad le aguarda por delante. Mecanismo que repite con indiferencia un proceso. Un engranaje que solo emite chasquidos regulares como prueba de que está en marcha. De que rueda. Sin que se sepa qué genera su discreto latido. O cómo urde la secuencia insignificante de instantes esa permanencia a la que denominamos vida. La esencia que tuvieran desaparece pronto, la densidad se va evaporando, el relato del que formaban parte quedó deshecho, un manuscrito anegado un día de crecida. Y, sin embargo, perdura.
# 576
Quizá hoy sea la mañana en la que los rótulos informativos de la estación hayan dejado de funcionar. La palabra «destino» se vea tan abandonada como una muñeca en el armario de una joven. La lista de nombres de lugar y horarios se quede en blanco, que es un fondo negro en el que no aparece ninguna letra blanca. Tampoco la voz disciplinada de la megafonía acuda a solventar el desconcierto. Los puestos de información permanezcan con la persiana bajada. Las taquillas no hayan abierto. Y, sin embargo, cada pocos minutos llegue un tren y parta, nadie sabe hacia dónde.
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