Para Yolanda Soler Onís, que me contó esta historia
1
Jamás soñé de niño con el oficio que me llevaré al Más Allá. Di tumbos hasta que me acogió el Reverendo Brontë en su parroquia y me enseñó los nadires de la tipografía funeraria. Para labrarla me sobraba maña y paciencia. Incluso aprendí, con los años, el primoroso inglés con que una vida merece ser llorada por sus familiares durante generaciones. Para labradores y artesanos sin hidalguía yo mismo rebuscaba palabras que les otorgaran eternidad. Mucho más que mi propia lápida me costaba esculpir el papelito que el Reverendo me entregó tras la muerte de cada uno de sus hijos.
2
Un cartelito inane, en una calle por la que nunca antes se ha transitado, sugiere de repente otra cotidianidad. Y al mirar hacia la ventana es el reflejo de uno mismo lo que se ve tras los visillos, con una taza de té en las manos, dándolas calor, y los ojos prendidos en la lluvia que no cae en Haworth; tarde de nubes obesas que se pavonean por un cielo extraído de la paleta de un mal pintor. Y el verso en el que esté pensando le deja a uno pensativo. Una casa en alquiler invita siempre a otra vida.
3
Daba igual contar de mayor a menor que de atrás hacia delante, siempre me tocaba en medio. Mis dos hermanas, la grande y la pequeña, en las ventanillas, que atesoraban cuanto podíamos necesitar durante el viaje: aire fresco si nos mareábamos, gente curiosa cuando cruzábamos poblaciones. Nunca descubrí el modo de alterar el orden para evitar el odioso asiento trasero central del coche cada vez que mi padre se sentía nostálgico del pastel de ciruelas de la abuelita y embarcaba a todos, hasta los ositos de peluche, en la gran travesía desde nuestro barrio hasta el pueblo en las colinas.
[Mayo, 2009]