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Ay del día que nieve en Córdoba. Una nevada alpina, rotunda, glacial, inapelable. La aguardo desde hace siglos, como un devoto. Incluso me da igual la muchacha o el muchacho, su pericia o sus ganas de hacer reír, que quiera subirse sobre los hombros de otro, que lo alce, que sitúe sus brazos a la altura de esta ausencia que padezco. Tenga entonces la destreza que sepa, obre con esmero sobre el muñón de nieve fresca, moldee los ojos que tuve, la boca que supo decir lo que ahora solo pienso y la nariz de la que tantos se carcajearon.
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No me voy. Tampoco tengo interés en despreciarte. No sé de quién eres súbdito, a quién rindes tributo. De ti no sé nada. Desconozco tus razones, los motivos para situarte donde te has colocado para hacerme hablar. No tengo por qué encaminarme a otro lugar. Este ha sido mi sitio durante mucho tiempo. Le tengo aprecio a esta plaza. Al frío que hace en invierno. A los gritos que se profieren en las madrugadas de julio. Es lo que ha quedado y estoy conforme con su nada. Ni se me ocurre emprender la conquista de otra memoria. A mi edad.
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Estaba seguro de que algo mío quedaría en mi retrato. Ya lo había probado casi todo y en diversas combinaciones, desde las confesiones de un desmemoriado hasta los autorretratos de un desconocido. Es lo que caracteriza la literatura si no se la toma en serio. Permite ir pasando de juego en juego. Pero cuando uno se ha cansado de divertirse y se sienta en verano bajo el toldo de un bar a tomar un refresco, algo ha de permanecer a flote en la conciencia para no verse desaparecer como las burbujas de una bebida efervescente abandonada antes de ser consumida.
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Que no soporte el silencio en la expresión de mi rostro deberías comprenderlo, igual que no te sorprende que pase por la calle alguien discutiendo sin nadie a su lado. O esos pesados que pierden el tiempo tarareando las melodías más infames. Utilizo este término a propósito, porque hay quien me lo aplica, sin saber nada de mí, sin siquiera preguntarse por qué razón ando gritando a todas horas con las intervenciones que le hago a mi piel y a mis órganos. Por qué me produce tanta repugnancia el vacío con el que me miran los asustadizos de gesto redundante.
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Crece. Pero no como la tormenta sobre la cresta de la montaña alta. Tampoco como el arroyo cuando las aguas desbordan el cauce durante el aguacero. Crece con mayor lentitud. Un árbol que todavía es un retoño entre las piedras. Una flor aún por abrir, camuflada con las matas. Le veo crecer día a día como todo lo que emerge de la tierra, y me siento tierra, hondura cuyos secretos ni yo misma conozco. Me basta con verlo cada vez un poco más alto, las palabras algo mejor pronunciadas. La voz más suya. El silencio de arena húmeda, más mío.
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Nada que no haya vivido. Es cuanto le digo a la pluma mientras su ombligo reposa en el tintero colmándose de palabras. Un ventanuco vierte una claridad delicada que se remansa sobre la hoja del pliego. Me aguarda su extensión vacía, lo sé porque al mirarla sueño con una escritura armoniosa, de mar en calma, diáfana para los ojos que han de leerla a través de su celosía, igual que en la mirada se conocen las intenciones que el habla silencia. Nada que no nazca de verdad, le repiten mis dedos al sujetar el cálamo con presión. Únicamente luz oscura.
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Por el camino, abrupto, pedregoso, ni se me ocurre pensarlo. Tengo las piernas acostumbradas a las pendientes morales. Los brazos, diestros en el impulso del cuerpo. Avanzo rápido. Evito las conjeturas. Me basta con concentrarme en el ascenso. El repecho final lo asumo con entrega y no pierdo el paso del pastor que me guía, con extrañeza aún de que alguien quiera perderse en alturas inclementes sin ir tras una cabra extraviada. No miro hacia abajo ni presiento lo que he de ver, permanezco atento a la agreste senda. Solo cuando alcancemos la cima, abriré los ojos. Y el pensamiento.
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Qué vómito de muertes asola Tebas. Ríos de sangre de una única sangre. El aire transparente de estos campos, el sol que hace reír al agua en cada aljibe, el trino desacompasado de tantos pájaros que resulta imposible memorizar sus nombres. Qué repugnancia de vísceras rodando por la arena. Y quien aún lo oye no puede verlo, huecas las cuencas de sus ojos. La ciudad serena, alboroto de carretas en días de mercado, gentío a las puertas del teatro. Cómo amaba el silencio cuando la guardia cierra las siete puertas y solo llegan noticias del cielo estrellado. Qué letal dilema.
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El río no se detiene por nada. No es como nosotros, animales asustadizos ante algo que ocurre, tan incomprensible de repente. El río continúa su tránsito desentendido, hacia un lugar lejano que no hemos visto nunca. Tanto le da que nos bañemos dando gritos o que regresemos secos y aburridos a casa. Que haga sol o que llueva. Cómo me gustaría haber sido río aquella mañana de verano. Nos habíamos desvestido deprisa, ávidos por lanzarnos desde la piedra hacia el centro de la poza. Reíamos, cantábamos. Al río le daba igual. Tan indiferente como siguió después de que hubiera ocurrido.
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No es mariposa, tampoco es murciélago, porque no vuela. Es vuelo en sí misma, fuente de un caño que rocía con múltiples sentidos. También se puede afirmar que es río por su fluir, sin ser de agua ni ser de piedra. En su ser de casi nada la densidad se la otorga la lejanía desde donde la alcanza lo que sea que anude en cada tramo con los dedos. Avanza con el silencio de un repique oído en las afueras. Por más vestida que parezca, es desnudez pura. Se manifiesta como instante del lugar y tiembla como casa del tiempo.
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¿La realidad, dices? No me hagas reír. ¿Qué brazo tiene la realidad, qué espada sujeta, con qué agallas la maneja, qué furia le imprime su fuerza devastadora? Ah, la realidad, la realidad… Un simple artificio de las saturnales. Esperanza de los paniaguados. Comidilla de filósofos. He visto como los flojos de cintura se acogen a su nombre igual que sacerdotes del templo a la divinidad que les da de comer. No hay realidad que valga, solo existe la voluntad de la daga prendida al arnés. Cuando su filo roza el frágil cuello de quien impide que mi antojo se cumpla.
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¿Callármelo, dices? Cómo voy a entregar al embozado y pérfido silencio lo que acaba de ocurrir en el presente de hoy, no en el presente de lo que nunca ocurre. ¿Es que imaginas siquiera por un instante que lo que una mujer vive y goza al vivirlo por ser una mujer merece ser sepultado sin piedad en el olvido de las catacumbas? Ya ves. Ni lo sueñes. He de proclamarlo en el foro, alzada sobre una tribuna, como emperador que recibe las legiones después de una victoria. ¿Es que no sabes quién soy? Pues escucha: ¡Soy Sulpicia y estoy enamorada!