Segundo libro de odas


(1)

No existe gallo que suba a un alto para anunciar el día, eso lo sé desde el principio. En su lugar hay quienes hacen oídos sordos a su despertador mientras atraviesa techos y paredes dispuesto a impedir el sueño a todos menos a su dueño. Tampoco sé por dónde se mueve la luna, porque mi ventana solo alberga una esquina de cielo donde nunca ocurre nada. Que me acostumbrara es lo que me decían. Al salir miro en dirección al castillo, pero no hay castillo, únicamente veo bloques y bloques. Ni una sola urraca vuela delante para llevarse las culpas.

(2)

Sé que un día dejaré de acudir al puerto los días en calma. No está lejos, cuatro travesías y una avenida. Aun en invierno, me gusta sentarme en un noray y que su humedad traspase la tela del pantalón y alcance la piel. En casa me lo recriminan, lo sé, pero con lo desagradable de la sensación regresa el tiempo en el que lo sentía dentro del barco, con el viento azotándome el rostro. Mientras pueda, he de venir cada mañana para ver zarpar las tripulaciones. Luego, en la taberna, almuerzo. En seco. Es lo que gano con la pérdida.

(3)

Lo cuentan las flores, incluso las que nacen en los taludes. Lo recuerda el cielo diáfano de las madrugadas. Los pájaros la proclaman sin acusar cansancio en sus esfuerzos. Y cuando salgo a recorrer algún camino, incluso balan con alegría las ovejas que descubren en una mata medio seca entre piedras un festín. Lo leo por todas, pero no se lo aprenden mis ojos tristes, mi sonrisa ausente. Hay en la pena una hondura que ahoga cualquier imagen. Quien se encarama en el brocal de un pozo tampoco consigue ver el agua. Y solo logra escucharla si lanza una piedra.

(4)

«Antes» decía con frecuencia hablara de lo que hablase. Mi palabra favorita, aunque si alguien me lo pregunta le diré que es «presente» mi elección. «Éramos», repetía. No porque me gustara ese verbo insípido, sino por la sílaba esdrújula. Suena bien. Tiene hondura. Diría incluso que posee dualidad. Lo pronuncio y casi en relieve surgen del aire dos cuerpos que caminan de la mano. Dos sonidos que se acompasan. Dos colores que combinan. Siempre he pensado que lo valioso es el «ahora». Aunque, por más que insista, no dejo de ver hojas secas arrastradas por el viento en la calzada.

(5)

A la hora en la que el panadero saca la última hornada de la noche, pensando ya en irse a casa, tan enharinado como la mañana de invierno, ya estoy en la puerta esperando junto al helor, con las orejas tiesas, la nariz colorada. Si llorase de frío, las lágrimas al instante se transformarían en perlas heladas sobre mis mejillas, como las de una virgen. Voy dando saltitos sobre las losas del zaguán mientras la dependienta coloca el pan en las repisas. ¿Hay algo mejor que abrazar una hogaza recién salida del horno? Regreso a casa un día de primavera.

(6)

Detrás de la casa que acabo de alquilar hay un huerto. El dueño anterior guardaba en un rincón cañas para las tomateras y una vieja mesa donde preparar semilleros. La tierra aún parece un niño recién peinado por su madre. Los vecinos me auguran exquisitos calabacines, como los que les regalaba quien ya no está. Me sacio con tan poco en las comidas que no sé qué haría con una producción tan extensa. He decidido que voy a plantar, en lugar de patatas y judías, crisantemos. Me alimenta más el color que las verduras. Más las ausencias que el presente.

(7)

Como asustado por un ruido al otro lado de la ventana, el arroyo se ha echado por los hombros una capa de neblina y así cubierto asoma por la puerta de la mañana. Al acercarme, le tranquilizo. No vengo a reclamar afrenta alguna, ni traigo exigencias en mi paseo. Parece que mis palabras lo tranquilizan y cuando su voz cantarina me alcanza, ya se ha disipado la nube que lo cubría. Me siento sobre una piedra, en la orilla, y contemplo su imaginación incansable en los reflejos que bailan sobre la superficie. Qué contento está de irse, permaneciendo aquí conmigo.